CRÓNICA | TODO UN PAÍS AÚN LLORA A LOS MÁRTIRES DE ANTUCO
Han pasado ya 20 años desde que el frío y el dolor se instalaron para siempre en el corazón de Chile. Dos décadas desde que la nieve de la alta cordillera no sólo cubrió los pasos de una marcha militar, sino que también sepultó las esperanzas, los sueños y la vida de 45 compatriotas: 44 soldados conscriptos y un suboficial del Ejército de Chile, integrantes del Regimiento Reforzado de Montaña N° 17 de Los Ángeles.
Eran jóvenes en su mayoría, hijos de familias humildes, de comunas como Laja, Yumbel, Santa Bárbara, Nacimiento, Mulchén, Tucapel, entre otras de la provincia del Biobío. Muchachos con el uniforme todavía nuevo, el alma limpia y la vocación naciente, que salieron a cumplir con su deber, sin saber que ese 18 de mayo del año 2005 el destino les marcaría una página dolorosa e imborrable en la historia militar y civil del país.
Aquel día, una marcha de instrucción en condiciones climáticas extremas, mal planificada y peor ejecutada, terminó por convertirse en una tragedia nacional. La cordillera fue implacable. El viento, la nieve, el frío insoportable. Y sin el equipamiento adecuado, los jóvenes fueron cayendo uno a uno en medio de la tormenta, buscando sin éxito el refugio prometido. La naturaleza cobró su precio, pero el error humano hizo el resto.
Desde entonces, cada año, cuando se acerca esta fecha, un silencio profundo recorre las calles de las comunas de origen de los mártires. El país entero los recuerda, no como víctimas, sino como héroes de la paz. Porque no cayeron en combate, pero cayeron sirviendo a su patria. Porque dieron su vida en tiempos de paz, demostrando que el amor por Chile también se mide en el sacrificio callado y en la entrega sin condiciones.
Las familias aún lloran. El abrazo ausente, el llamado que nunca llegó, la cena que quedó servida esperando a un hijo que ya no regresará. Y sin embargo, en medio del dolor, hay orgullo. Orgullo por esos jóvenes valientes que enfrentaron la adversidad sin abandonar a sus compañeros. Orgullo por sus nombres, que hoy se leen en placas conmemorativas, en plazas, en actos solemnes, en altares familiares.
Chile los honra, pero sobre todo los recuerda. No hay olvido posible cuando el corazón de un país late al ritmo del recuerdo. La tragedia de Antuco fue un antes y un después para el Ejército y para la sociedad. Cambiaron los protocolos, se endurecieron las medidas de seguridad, se revisaron procedimientos. Pero ninguna medida devolverá las vidas que se perdieron aquella jornada.
Hoy, veinte años después, el homenaje sigue siendo tan necesario como entonces. Porque la memoria es lo único que nos mantiene unidos a ellos. Y porque su partida no fue en vano.
No se trata de celebrar, se trata de conmemorar.
Se trata de mirar al cielo, de decir sus nombres en voz alta, de llevar flores a los memoriales, de abrazar a sus madres, padres y hermanos.
Y de recordar que, aunque el viento borró sus huellas, su historia sigue escrita con letras de honor en el alma de Chile.